Por el doctor Luis Enrique Zamora (Doctor Humano).
Empecé el sábado 25 de julio y, hasta el día de hoy, cuento 18 días. Para cuando este artículo esté publicado estaré curado.
Pero, mientras, siento la necesidad de explicarte a ti, que probablemente no te has contagiado, lo que se siente al tener COVID-19.
Y si por azares de la vida ya lo tuviste, estoy seguro de que te verás reflejado en estas líneas. No se lo deseo a nadie.
El sábado desde la mañana me dolía la cabeza, pero como ocurre cuando uno no se enferma a cada rato, asumí que el síntoma era algo trivial y secundario, ya que no había comido, y así seguí. Después de comer todavía seguía con el dolor. Cayó la noche y empezaron la fiebre y el dolor de huesos (en zona lumbar).
Las alarmas se encendieron: “dolor de cabeza y fiebre con dolor articular sin ninguna otra pista. Coronavirus primera sospecha ¡Primera!”.
Empecé a contrarrestar estos iniciales síntomas con paracetamol y una pequeña esperanza surgió dentro de mí: “Espera, hijo, el dengue también empieza así”, pensé. Pero, por otro lado, vaya esperanza, ¿no? Le apuestas al dengue que también tiene en sus habilidades matar gente para que lo que traigas no sea la enfermedad que mata todavía más gente y que hoy está de moda.
Afrontando los síntomas iniciales de COVID-19
Así era mi Saturday Night dilemma mientras ardía en fiebre y sudaba para amanecer al domingo. Sin embargo, mi hipótesis duró poco porque empecé con tos seca dicho día. Era muy escasa, casi inofensiva, pero rompió la posibilidad del dengue.
Para el inicio de la semana entre el 27 y 31, ardía en fiebre continuamente, el dolor de cabeza era constante, agudo, y los dolores de huesos no me dejaban moverme a gusto, interferían incluso con mis ganas de comer y hasta con mis deseos de agarrar mi celular (impensable para mí). Así que avisé en mis redes sociales y mejor desaparecí, ni eso me apetecía.
Las molestias me obligaban a estar sin moverme o, si acaso, apenas lo necesario. No había posibilidad de invertir ese tiempo en algo más porque no lo soportaba.
Dolores constantes, fiebre, tos en aumento, poco apetito y náuseas a veces. Ya en esa primera semana, los cimientos se pusieron y, entonces, para el jueves y viernes la tos empeoró: una tos inútil y mediocre que con cada esfuerzo no movía absolutamente nada dentro de mí.
Me provocaba una especie de sensación parecida a cuando intentas arrancar un motor, pero no lo consigues y, aunque te mueras en el proceso de estar tosiendo, al final de cada vez que la experimentas quedas exactamente en la línea de salida donde estabas antes y listísimo para que a la menor provocación (oler comida muy picante, hablar mucho, caminar unos pasos, agacharte…) vuelva otra vez a empezar.
Lo que empecé a sentir con la tos el jueves 30 de julio del 2020 hasta hoy es lo más horrible que he vivido en mi vida, prácticamente dos semanas tosiendo todo el día a todas horas. Maldición.
Las consecuencias inesperadas de tener coronavirus
En días siguientes, cuando tramitaba mi incapacidad mientras comía, le di un trago a mi Coca-Cola light (no es comercial, me encanta) y a punto estuve de vomitarla porque me sabía a metal.
Fue cuando caí en cuenta que este maldito virus había trastocado mi sentido del gusto, alterando la percepción de los sabores de los alimentos, habilitándome un infierno personal en donde ni comer tranquilo podría.
Si algo pude malcomer durante casi una semana fue porque antes de meterme los alimentos a la boca podía olerlos. Es horrible que uno de los momentos más sagrados del día y de la vida se pierdan en la nada porque un virus maldito daña tu cuerpo a esos desquiciantes niveles, maldito imbécil, como si fuera poco lo que provoca.
Ya en semejante nivel de descomposición, el fin de semana era momento de reorganizarnos para el siguiente embiste: fiebre y dolores a tope, tos desquiciante y seca y, también, sumada desde el jueves en la tarde, dificultad para respirar.
Hacer esfuerzo me cansaba, subir la escalera, hablar… Me sentía sumamente agotado y el temor me empezó a invadir.
Era cuestión de tiempo saber si me tocaba ser un caso severo, experimentar una gran dificultad respiratoria que incluso me hiciera requerir oxígeno suplementario en casa o tal vez ir a refundirme a un hospital y, ¿por qué no?, empeorar lo suficiente para acabar intubado y con buenas posibilidades de emigrar al otro mundo.
Cuando la incertidumbre invade tu día a día
Porque aquí es donde entran en juego todos los escenarios y recuerdas que el COVID-19 mata a cualquier edad, aunque, claro, cuanto más viejo eres, más derecho tienes para estar en la línea de la desgracia; pero que ni siquiera mis 42 años fueran propiamente garantía de seguir vivo, es horrendo.
Piensas en tu esposa, en tus hijos y en tantas cosas que sabes que te quedan por hacer; en que no hay un tratamiento específico (y lo poco que hay es muy caro) y si habrá disponible o no.
En fin, la mente entra al juego invitada por los pulmones, que no alcanzan a respirar. El desgaste psicológico es brutal.
Entonces pasé el peor fin de semana de mi vida. Arrastrándome, mal llegaba al horario en el que me tocaba la dosis de paracetamol que medio aliviaba los síntomas. Por sí sola no me alcanzaba, por lo que tuve que meter aparte ibuprofeno. Mi hija no entendía por qué su papá no podía estar con ella y solo podía verme a lo lejos desde afuera del cuarto, lo cual me partía el corazón.
No es un juego, es una guerra, y el virus te vapulea por todos lados. Consumir los medicamentos con poca agua y poca comida en el estómago era una piedra más a cargar, pero es que en serio no se te antoja nada ¡Nada!
El camino hacia la recuperación
Así seguí, con mi oxímetro a la mano, mi buró con las tabletas y un inhalador que me recetaron y que solo usaría si empeoraba… y aguanté. La tos seguía consumiéndome, con sus idiotas características, retumbando en mi cabeza con cada esfuerzo. No podía ya ni hablar.
Pasó el fin de semana y el dolor de cabeza se fue, quedando lo demás. La tos, tras cada acceso me hacía quedarme sentado en la cama y mirar al cielo con la boca tapada con un trapo exclamando “¡Ya, por favor, maldición!”.
Para el martes 4 de agosto la dificultad para respirar se fue. Seguían la fiebre y la tos, y poco a poco el gusto por los alimentos regresaba. Ya era más fácil mantener el efecto del paracetamol y el ibuprofeno. Me quedaba el miedo de intentar comer y asquearme en el camino.
Finalmente, la semana avanzó y la fiebre desapareció. Con temor y todo hice mis pruebas de ya no tomar fármacos contra eso y vi que no regresó. Empecé a ver la luz, aunque la tos, la maldita tos, continuaba.
También, a la par que suplicaba con cada acceso horrible que tenía, recordaba lo que habían encontrado en la tomografía de tórax: un miserable infiltrado (zona de inflamación en el pulmón derecho que no era nada con lo que yo había visto en otros pulmones de otros pacientes que me había tocado atender) que no servía para nada y, aun así, sentía que me estaba muriendo cada vez que tosía
¿Cómo demonios se sentían esos pacientes que aparte tenían ya algún daño pulmonar por cigarro, fibrosis o insuficiencia cardiaca? Este virus es miserable y todavía la cereza del pastel ocurrió apenas hace unos días.
La larga lucha de vencer a la COVID-19
Mi esposa preparó unos tacos de barbacoa deliciosos y yo, de lo más contento, me comí tres con su respectiva salsa, limón y, claro, medio vaso de refresco, motivado porque ya las cosas me sabían mucho mejor. Pues bien, terminé de comer y, de pronto de manera salvaje y artera, empecé a toser, dejándome el acceso una sensación de flema en la garganta que despertó mi reflejo nauseoso y me llevó inmediatamente al baño a vomitarlo todo.
Toqué fondo, no era posible que de ninguna manera tuviera un respiro de este maldito virus mediocre. Me jodió todo lo que pudo y de las maneras más bajas, ha sido una lacra maldita, ni comer en paz me dejó, primero por el gusto perdido y ahora por el vómito. Desgasta, harta, deseas que pudiera materializarse para poder agarrarte a golpes con él, pero no hay forma.
Pero a estas alturas, por fin, crucé la línea, la maldita tos ya es esporádica, eso sí, con su acostumbrada calidad de agotamiento y hartazgo que me deja tras cada episodio, pero ya no es tan seguida.
Hoy al despertar noté mi pecho diferente, hoy es el día de la diferencia, ya no hay marcha atrás, hoy esta maldita enfermedad empezó a preparar sus maletas.
Pero lo peor de todo, y es donde sigue ganando magistralmente esta partida semejante inútil mediocre, es que a pesar de todo lo que me ha hecho pasar, de lo rastrero y malnacido que ha sido conmigo, es que dentro de todo el infierno que han sido estos días no me fue tan mal.
Paradójicamente, debo estar agradecido de no haberme puesto peor. Me revienta por dentro tener que aceptarlo, pero así tiene que ser.
Guardando el sacrificio del aislamiento y alejándome de mi esposa y mis hijos (estamos embarazados y ellas no presentan síntomas), yo no requerí más que medicinas muy ordinarias para sostenerme en estos días que, salvo el ibuprofeno, no me costaron un solo peso (mexicano). Todas me las dio el Instituto Mexicano del Seguro Social, en donde, dicho sea de paso, durante todo este proceso de tomarme la prueba de PCR, mi tomografía y, por supuesto, mi consulta en infectología para la gestión de mis incapacidades fue excelente.
Tampoco necesité invertir en oxígeno suplementario en casa, lo que al mes supone un buen desembolso. Mis pulmones se portaron bien y, sobre todo, mi esposa y mi hija han sido un amor conmigo y me han cuidado sobremanera, me han hecho sentir único e importante. Los mensajes de tanta gente al pendiente de mí, a mi WhatsApp y en mis redes, han sido invaluables y los agradezco mucho, se siente genial ver que te aprecien. De corazón a todos: gracias. Por eso me termina de reventar tener que decir al final de todo esto que no me fue tan mal y que debo estar agradecido, hasta en eso al final el maldito virus gana. Es una basura, pero, pues sí, aquí sigo, vivo.
Complicada vuelta a la realidad
Estoy ya próximo a regresar a mi trabajo y ya estoy sin medicamentos, aunque no escapé de un par de inyecciones intramusculares que me aplicó mi esposa y que mi hija, desde su inocente perspectiva, disfrutó al ver el sufrimiento de papá a manos de su madre y hasta me regañaba por ser tan miedoso. Si supiera que mis principales miedos eran otros.
Pero ya, esto ha pasado, es historia, en no más de 72 horas la tos desaparecerá y volveré a la línea de salida por fin. Solo espero que algo de inmunidad quede contra el virus porque este derecho de piso se paga solo una vez, nada más. Aunque los reportes habidos no permiten concluir aún nada favorable sobre esto, hablando de la presencia de anticuerpos. Ya veremos.
Deseo de todo corazón que alguna de las vacunas en desarrollo tenga éxito, porque de otro modo este maldito no se va a ir nunca.
Llegó con todo y sigue destrozando vidas, transitoria o permanentemente, y nada me va a dar más gusto que llegue el momento en que sea historia.
Te odio, coronavirus, no eres nada extraordinario. Cogiste al mundo desprevenido y te aprovechaste de la carencia de tratamientos, la inconsciencia de la gente y los errores de los gobiernos para golpearnos con todo. Pero la ciencia trabaja día y noche, y en seis meses hemos aprendido mucho sobre ti. Tus días tienen que estar contados.
Por lo pronto y por mi parte, vete al diablo, miserable virus.
Luis Enrique Zamora Angulo, médico internista egresado del Nuevo Hospital Civil de Guadalajara, se dedica desde 2013 activamente a la divulgación en medicina. Desde su fanpage de Facebook, su canal de YouTube “Doctor Humano” y su podcast “Medicina de andar por casa” -que produce él mismo-, comparte información confiable explicada de una manera amena y sencilla, entendible para todo público.
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