Ann tiene 23 años, trabaja en Vancouver como señora de la limpieza, tiene 2 hijas pequeñas y un diagnóstico de cáncer terminal. A través de su historia, retratada en la película Mi vida sin mí (2003, Isabel Coixet), el Ilustre Colegio Oficial de Médicos de Madrid (ICOMEM) ha reflexionado sobre el derecho del paciente a decidir sobre sus opciones clínicas, la deshumanización del sistema sanitario o la importancia de la comunicación clínica.

Tal como señalan los tertulianos del V Seminario Sobre Medicina y Cine, en las primeras escenas de Mi vida sin mí ya se intuye la enorme divergencia entre la obsesión médica del diagnóstico y las necesidades reales del paciente: en un contexto de largas esperas, falta de intimidad y ninguna explicación sobre el procedimiento médico, Ann solo quiere asegurarse de que alguien vaya a recoger a sus hijas a la escuela mientras ella permanece en el hospital; una petición que parece no tener cabida en la frenética rutina médica centrada en los resultados.

“Es una especie de despotismo ilustrado de la medicina: todo para el paciente, pero sin el paciente”, reflexiona la doctora Concepción Bonet de Luna, miembro de la Comisión Deontológica del ICOMEM. “Debemos darnos cuenta de lo difícil e incómodo que es estar en ese lado, con la famosa bata verde, y no perder la empatía”, interviene el doctor Eduardo Pacios Blanco, oncólogo del Instituto de Ética Clínica Francisco Vallés, “La relación médico-paciente se está desvirtuando y con ello se está perdiendo la faceta más idílica de la profesión”.

Informar al paciente no es un acto burocrático

Ann recibe su diagnóstico terminal en de la mano del Dr. Thompson, conocido entre los compañeros del centro por su falta de destreza a la hora de comunicar malas noticias. “Esta escena, que transcurre en un pasillo, nos recuerda la importancia de que el lugar de la asistencia sea acorde con la dignidad del paciente”, señala Pacios, aunque entre los asistentes a la proyección aparecen discrepancias. “A veces nos fijamos demasiado en la forma, en si el médico se sienta enfrente o al lado, y lo importante es el contenido”, sugieren.

“Cualquier papel puede dar una información, pero comunicar es algo más; es tener la seguridad de que el paciente ha comprendido y aceptado lo que le estás transmitiendo”, explica la neuróloga Cristina Guijarro en referencia al artículo 16 de Código de Deontología: informar al paciente no es un acto burocrático, sino un acto clínico. Sin embargo, “la información puede ser un aliado o un enemigo”, interviene la doctora M.ª Jesús Pascual, del área de Salud del Ayuntamiento de Madrid

“Una de nuestras premisas es no dañar, pero no solo desde el punto de vista físico; los médicos también podemos infligir un daño emocional irreparable que condicione al paciente en el camino de su enfermedad”, coincide Pacios. “Posiblemente todo lo que digamos después de dar la mala noticia se va a olvidar”, aventura Pascual quien destaca la importancia de brindar el paciente algún soporte al que acudir cuando resurjan las dudas sobre la patología; desde un panfleto hasta un teléfono de contacto o webs de consulta fiables.

“Muchas veces olvidamos entender que es un proceso y soltamos toda la información de golpe”, admite Bonet, “para poder dar malas noticias adecuadamente deberíamos elaborar nuestra propia muerte, superar la ansiedad que nos produce decir a alguien que va a morir y, como dice Buckman, preguntar ¿usted cuánto quiere saber?”. Sin embargo, esta pregunta entraña un segundo reto: ¿qué hacer, una vez que se sabe? En Mi vida sin mí, Ann resuelve ocultar el diagnóstico a su entorno y rechazar cualquier tratamiento.

¿Chantaje o contrato terapéutico?

Tal como indica el Código de Deontología, el Dr. Thompson debe respetar tanto el silencio de la paciente como su decisión de no someterse a quimioterapia; sin embargo, en un segundo encuentro Ann acepta recibir unos cuidados mínimos a cambio de un favor personal. “Por su forma de comunicar las noticias parece que el médico tiene falta de empatía, pero es lo contrario: tiene demasiada y ella se aprovecha”, protesta uno de los espectadores de Mi vida sin mí. “No es un chantaje, es un contrato terapéutico para no abandonar a la paciente”, defiende otro.

“Los médicos tenemos que curar, si no se puede, aliviar, pero siempre acompañar y, en esta película él le ofrece el apoyo logístico porque sabe lo que le espera”, argumenta un tercero, “la muerte se puede preparar”. En un punto todos coinciden: la historia de Mi vida sin mí no podría suceder en España. “En toda mi carrera profesional nunca he visto a un paciente ocultar su diagnóstico a su entorno”, asegura la doctora Pilar Pinto. Aunque la forense ve en este gesto “una gran heroicidad” y otros solo una muestra del egoísmo Ann, lo cierto es que nadie en la sala de proyecciones recuerda un caso similar.

“En nuestro mundo nadie toma una decisión de muerte solo”, sentencia una oncóloga entre el público. “Y aunque lo intentase sería difícil”, defiende otro, “en España se sufre mucho el abuso de las familias y la presión insistente de las parejas, los hijos, los primos, los tíos para que se les de una información que pertenece solo al paciente”. Tras esta segunda sesión de cine -la primera fue Del revés– ICOMEM exhibirá otras 8 películas relacionadas, cada una, con un capítulo del Código de Deontología. La siguiente proyección, Efectos secundarios (2013 Steven Soderbergh) versará sobre la calidad de la atención médica.